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Sanar. El fin de los secretos.

Actualizado: 21 nov 2022

por Gabriela Binello


Tuve y tengo a los mejores padres. Los mejores hermanos. Amigos. La mejor familia. El mejor compañero de vida. Los mejores perros. Los mejores terapeutas. Los mejores maestros y maestras. Hoy siento eso con total claridad.

Pero durante mucho tiempo me sentí rota. Una alienígena en casi todos los ámbitos sociales. Me dolía el mundo. Sólo me sentía en paz en mis cuevas. Me aburría en casi todas las conversaciones familiares. Esperaba interlocutores en los sitios equivocados. Detestaba que me llamaran a jugar con alguna pelota o cualquier actividad que implicara usar fuerza física. Hasta el día de hoy trato de comprender la fuerza física. Me caía mal gran porcentaje de lo que comía. Odiaba competir en algo. No entendía cómo “controlar” un cuerpo con semejante longitud de brazos y piernas. Podía temblar por razones inexplicables. Solía tener anginas radicales. Vivía con frío. Conocía por dentro el color verde musgo de la pileta en invierno… Soñaba con tal intensidad que aún tengo recuerdos que no sé distinguir si fueron “reales” o soñados. Tuve épocas en donde sólo quería estar en el regazo de mi madre o mi abuela. Podía llorar a mares si me picaba una hormiga roja en el dedo gordo del pie. Amaba inventar historias pero me paralizaba si detectaba que alguien me estaba mirando. Durante las navidades me escabullía en la quinta de Paso del Rey para hablar con los “enanos de jardín” escondidos por entre la ligustrina. Me ahogaba en la rutina escolar pero mucho más me ahogaba con ciertos rótulos escolares que me incitaban a cumplir sin manual de instrucciones. Todos los chicos que me gustaban tenían problemas existenciales. O los iban a tener.

Hasta que cerca de los 16 años le encontré la vuelta. Había materias en las que podía lucirme. Listo. Creí haber dado con la fórmula de inserción: me convertiría en una excelente alumna. Fui a Luján caminando para completar mi etapa mística y lloré una semana cuando me llevé un objetivo de matemáticas a diciembre. Pude sobreponerme a semejante fracaso durante el CBC. Los años de facultad fueron la primavera de mi paso hacia la adultez, sostenidos principalmente por mi nuevo paradigma de supervivencia y los trapos de Marcelo T. de Alvear 2230. Estaba en mi salsa: máximo de materias por cuatrimestre, cursos acelerados de verano, vacaciones con mochila por Centroamérica…. A los 22 ya estaba lista y licenciada. Todavía seguiría el recorrido intelectual un par de años más.

Hasta que vino el huracán. Nadie me había adelantado que Rio de Janeiro, a cidade mas maravilhosa do planeta, podía ser sitio de huracanes. Los vientos me tomaron por sorpresa y arrasaron con mis años de maestría, de beca Conicet, mis veranos escribiendo proyectos de investigación, estudiando portugués acelerado. Volaba Pierce, Verón, volaban mis preguntas, y verdades. Volaron cerca de 200 libros que conformaban una parte de la biblioteca de cedro de Vicente López. Todo pero todo lo que había estado construyendo hasta ese momento se desintegraba dentro de una tormenta de aire y calor que sólo me dejaba intacta esta frase: “estoy harta de la teoría”. Creía que estaba enloqueciendo y para contrarrestar ese miedo decidí ser normal, cortarme la melena de Pocahontas hasta la nuca, tener hijos y trabajar 8 horas por día.

El pelo me lo llegué a cortar…


#proyectomadre #healing #india

Durante mis siguientes vacaciones ingresé en un círculo que me estuvo haciendo girar durante los siguientes cuatro años. Prácticas. Viajes adentro del adentro. Prácticas y más prácticas. Cerros. Sol. Arroyos. Y los colores del arcoíris.

En un momento me acordé de que tenía que volver para seguir mi proyecto de normalidad y ahí fui a por lo conocido. Escuelas de yoga, profesorados que me dieran formalidad. Todo me parecía insípido. De mentira. Me sonaban a un proyecto de proyecto de proyecto de algo. De a poco fui encontrando mi lugar en la ciudad y en lo formal. La formalidad es importante. Especialmente para romper círculos.

Egresé definitivamente del arcoiris con mi primer viaje a la India; una travesía en avión que, sólo para llegar, incluía Buenos Aires-Johannesburgo-Ciudad del Cabo-KualaLumpur-Delhi-Rishikesh. Me interné en el norte de India y Vrindavan. En algún momento me había hecho una de esas promesas invisibles a mí misma en donde llegaría al fondo del fondo. Antes de salir a la superficie. Y la cumplí.

Abracé la renovada formalidad que crecía en mi vida guardando algunos secretos bajo siete llaves. No fue difícil para mí. Hacer de estudiante eterna de primaria es algo que me sale fácil. El nuevo espacio traía nuevos actores. Y una parte mía se internaba a cantar los yoga sutras. Por momentos me acordaba de que tenía el proyecto de ser madre pero esto de “la elección natural” era una excelente excusa para aplazar cualquier decisión.

Hasta que un día tuve que reconocer que no podría escaparme más. Que si seguía negando mis deseos más profundos, me seguiría encontrando seres humanos que -por algún motivo- se adjudicaban el derecho de decirme quién era (yo, quien era yo) y cómo tenía que comportarme. Si no me hacía cargo de mi propio poder, seguiría buscando enanos de jardín en todas las casas-quinta durante cada Navidad. “Mi propio poder” no tiene absolutamente nada que ver con una autoproclamación feminista ni ningún “llamado de la Diosa”. Me refiero simplemente a la conexión entre siento-pienso-digo-hago. A la voz sutil de la conciencia que no duda ni un solo segundo sobre qué quiere, qué desea aquí y ahora. Entendí que si había tenido el coraje para salir de un círculo y muchos cuadrados, esto no podría ser peor. Llevó la vida de una perra (Nila Kantha) y un par de tormentas más pero valió la pena darme la vuelta y enfrentar al par de monstruos que me venían persiguiendo desde pequeña (entre nos, eran un verdadero fiasco). Detuve el paso, miré a mi alrededor y vi lo que no estaba pudiendo ver.

La Naturaleza es siempre mi hogar. Los animales mi familia. La humanidad una instancia de aprendizaje eterna. Mis maestras hoy son mujeres. Mi encuentro con ellas es el encuentro conmigo misma. Con el poder de la red que me sostiene cuando no las veo (y las veo poco) y me recuerda que el secreto de todo aprendizaje es: sostener para soltar.

Sigo aprendiendo y lo seguiré haciendo hasta mi última exhalación pero ya no guardo más secretos. Sólo guardo silencio.


#proyectomadre #india #healing

Sanar es aceptar. Integrar. Escuchar a nuestras voces más íntimas y reconocerlas. Comprender todas las partes y abrazarlas. Sanar es fluir con todo lo que hay sin excluir nada. Sin tapar o esconder(nos). No estoy diciendo nada novedoso. Cualquier libro terapéutico, de autoayuda, sanación, crecimiento personal etc.etc.etc. va a decir más o menos lo mismo.

Voy a hablar del yoga terapéutico porque es “el atajo” que más conozco para acceder a lo que no se puede nombrar. Lo que no se puede nombrar no se estudia. Ni se compra. Sólo se busca y, si somos capaces de sostener esa búsqueda, eventualmente nos puede sorprender encontrando.

Hasta llegar a ello, la teoría nos presta algunos atajos.

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